Entre los científicos se halla, en principio, la misma proporción de mentirosos, falsificadores, negligentes, estúpidos, egoístas o inmorales que en cualquier otra profesión. En consecuencia, la solución frente a los fraudes científicos no consiste en asumir que todo es un desastre y, por tanto, uno debe, por ejemplo, medicarse con lo que considera más oportuno (léase homeopatía), sino por exigir que los controles en la investigación científica se vuelvan más estrictos (es decir, prohibiendo la comercialización de medicamentos que, como la homeopatía, no ha pasado por los filtros apropiados).
Si debemos confiar en la ciencia es porque, si bien los científicos son seres humanos, más o menos igual de falibles que cualquier ser humano, los protocolos de la ciencia son tan estrictos (o deberían serlo) que la mala praxis se minimiza. Como os contaba en la historia de la Universidad Invisible, la mejor forma de que un científico sea honesto no es pidiéndole honestidad, de motu proprio, sinoexigiendo que los científicos se vigilen y controlen entre sí, y aquéllos que consigan destapar el fraude de otros, sean debidamente recompensados.
El método científico es la mejor manera que conocemos para obtener conocimiento objetivo y acumulativo, sin embargo los científicos constituyen, a grandes rasgos, un gran lastre para que este mecanismo funcione correctamente (aunque hay otros lastres aún más gravosos, naturalmente, como medios de comunicación que añaden ruido a las evidencias científicas, o la falta de financiación de la investigación).
Uno de los libros que más profundamente nos adentra en la mala praxis científica, concretamente en el ámbito de la investigación médica, es sin duda la última obra de Ben Goldacre: Mala Farma. Después de su lectura, uno se pregunta cómo diablos la medicina consigue curar… aunque también advierte con horror cuán cruento podría ser el mundo si ni siquiera existieran los protocolos científicos que hoy en día se exigen (y que resultan, al parecer, tan fáciles de esquivar con suficiente dinero y mala fe).
Lo peor es que una gran cantidad de fraudes son detectados de manera fortuita, casual o como consecuencia de sospechas in situ. Para evitar esto, Goldacre propone algunas medidas, como mejor vigilancia rutinaria, mejor comunicación entre los editores de publicaciones relativa a los trabajos sospechosos que rechazan, mejor protección de denunciantes, comprobaciones al azar de datos importantes por parte de las publicaciones especializadas…
A este último respecto, una forma eficaz de descubrir adulteraciones de resultados es comprobando los números supuestamente aleatorios presentados en la investigación. El cerebro humano, es un generador muy imperfecto de números al azar.