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domingo, 14 de abril de 2013
Esto lo entiende hasta un niño de 10 años (o debería)
No sé si alguna vez habéis leído algún texto de Jacques Lacan, Julia Kristeva, Bruno Latour, Jean Baudrillard o Gilles Deleuze. Escriben no ficción, ensayo, pensamiento, conocimiento. Sin embargo, para entender lo que escriben hay que hacer un gran esfuerzo, leer lento, buscar palabras en el diccionario, tratar de descifrar sentidos ocultos en la jungla de subordinadas. En definitiva, se debe invertir mucha energía cognitiva en entender la literalidad de lo expuesto.
Un carga cognitiva que ya no podemos usar para entender en tanta profundidad lo expuesto.
De hecho, muchos fragmentos escritos por dichos autores no se entienden, o uno debe entenderlos un poco a su manera, porque no tienen un sentido unívoco y universal. Es decir, son textos que, en parte, deben interpretarse. Como un texto literario.
Las humanidades, aún en el siglo XXI, continúan dando pábulo a esta clase de intelectuales. Incluso, determinados estratos académicos, como cierta intelectualidad francesa, suelen confundir la ininteligibilidad de un texto con su profundidad. O dicho de otro modo: si escribes de una forma que puede ser entendida por una persona de diez años (insisto, entender la literalidad del texto, no el sentido final), es que entonces el contenido también es propio de un niño de diez años.
Célebre es el caso del affaire Sokal en Social Text: un artículo pedante e ininteligible lleno de sinsentidos (escrito así deliberadamente como experimento) que, sin embargo, fue publicado y alabado.
Este defecto también lo podemos encontrar en las ciencias, naturalmente (hacerse el críptico o el oscuro siempre ha sido un buen recurso para parecer más profundo). Pero desde finales del 1600, la ciencia ha perseguido y aplaudido, en términos y generales la claridad expositiva. Si alguien no podía demostrar que tenía razón, entonces poco importaba que la tuviera.
Que toda la carga cognitiva deba concentrarse en el contenido del texto y no en el continente. Que el continente sea para niños, y el contenido para adultos.
Por ejemplo, ya en 1667, Thomas Sprat publicó en su History of the Royal Society, donde ilustraba acerca de cómo debería ser el lenguaje de la ciencia, que debía evitarse “el lujo y redundancia de palabras” y “rechazar todas las amplificaciones, digresiones y estilo pomposo”. Por el contrario, los científicos deberían adoptar “una manera de hablar próxima, llana, natural; expresiones positivas, sentidos claros; llevar todas las cosas tan cerca como sea posible de la simplicidad matemática, prefiriendo el lenguaje de los artesanos, los aldeanos y los comerciantes al de los sabios y los eruditos”.
Es decir, huir de la retórica. Decía George Orwell que la principal ventaja de escribir con claridad es que “cuando hagas una observación estúpida, su estupidez resultará obvia incluso para ti”. Es una dura lección que deberán asumir ahora, más que nunca (pues vivimos en un mundo donde la ciencia, cada vez más, está apropiándose de magisterios de las humanidades), los que insisten en escriben rarito. Ya sea porque saben mucho, ya sean porque saben menos de lo que creen.
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