domingo, 19 de mayo de 2013

El juego del ultimátum: no podemos evitar ser sociales

apretón de manos
Cuando escudriñamos los entresijos de la vida social, uno de las dinámicas que pasan más desapercibidas son las transacciones económicas. Hasta hace pocas décadas, los estudios sociales se centraban en los incentivos del dinero, o en la satisfacción subsiguiente a la compra de un producto, pero la transacción, el intercambio de dinero, se consideraba una operación fría. Como sacar dinero de un cajero automático.
Sin embargo, la transacción económica ha resultado fundamental para la construcción de la civilización humana: de hecho, se observa una poderosa correlación entre los países que más han prosperado en derechos sociales y países en los que se ha prodigado más el comercio. Holanda, a ese respecto, es todo un paradigma para los científicos sociales. 
Eso sucede porque las transacciones tienen un componente emocional, un juego entre dos desconocidos que deben empezar a fiarse el uno del otro.
Para ilustrar cuán importante es la transacción para los seres humanos, se ha empleado uno de los más célebres y elegantes juegos de experimentación en ciencias sociales: el conocido como juego del ultimátum. Fue probado por primera vez en 1982 por Werner Güth, Rolf Schittberger y Bernd Schwarze en la Universidad de Colonia.
El juego del ultimátum es muy sencillo. Se centra en el interacción entre dos individuos. El juego empieza, por ejemplo, cuando el investigador entrega 10 dólares a uno de los individuos junto con las instrucciones de que valore cómo repartir el dinero con el otro individuo. En cuanto se propone un reparto, ya no se puede modificar. Y el otro individuo sólo puede decidir si acepta o rechaza la oferta. Si acepta, entonces el primer individuo se queda con la parte de los 10 dólares que ha propuesto, y el resto pasa al segundo individuo. Si el segundo individuo rechaza la oferta, entonces nadie se queda con nada.
En resumidas cuentas: no importa las variaciones del juego que hagamos, no importa que establezcamos controles más severos, que las personas participantes sean anónimas. Finalmente, la mayor parte de la gente que proponía el reparto no lo hacía de forma demasiado egoísta, y la mayor parte de la gente que debía aceptar o no la proposición no aceptaba un reparto que se alejara demasiado de cierta percepción de justicia: se prefería no ganar nada a que el otro lo ganara todo.
Esto no tiene sentido si nos olvidamos de que somos criaturas esencialmente sociales: siempre actuamos en base al qué dirán, anhelando cierta reputación, y siempre perseguiremos que los demás no actúen de forma injusta, sobre todo si nos afecta o afecta a nuestros allegados. Y por supuesto, preferiremos estar un poco mejor que los demás (básicamente nuestros competidores sexuales inmediatos), aunque ello suponga rechazar estar mucho mejor pero ligeramente peor que los demás. O parafraseando un dicho Yiddish: el que tiene joroba se consuela si encuentra a alguien con una joroba mayor.

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